domingo, junio 22

T.E.LIT.A.II: Viajero

Pablo(yo), que ya contribuyó antes al TELITA en el rubro Fotos, muestra ahora su lado literario y nos manda un relato de viaje. Conmovedor, para mí, vean:


Bueno, yastá. Después de correr para armar la valija incluyendo seis paquetes de yerba, llegar a Ezeiza a las cinco sin pasaje para tomar el vuelo de las seis, trasbordo en São Paulo, maldormir en este asiento durante 10 horas, alguna azafata dice “En minutos más aterrizaremos en el aeropuerto de Barajas, Madrid. La temperatura exterior es de 24 grados”. Ya está, es una forma de decir; todavía falta la parte más corta o más larga según la mida en kilómetros o en días. “Días”, pienso y me doy cuenta de todo lo que me falta; la verdad que “estar”, no está nada todavía.
Por suerte en Madrid me esperan mis tíos, no necesito preocuparme por tomar el colectivo correcto ni nada, sólo subirme al auto y llegar a casa. Después de los saludos de rigor, empiezo a desarmar la valija. Saco uno de los paquetes de yerba, y decido que ya es tiempo del primer mate en Europa. Voy a la cocina y le pido a mi tía una pava para calentar el agua.
- ¿Una qué? ¿Y eso para qué se usa?
Esto va a ser complicado, esta gente vive en un táper. Después de varias explicaciones y de un croquis sobre la servilleta, llega a la conclusión de que no tiene pava, pero la puede reemplazan con una jarrita lechera y un termo para cebar. Ahí me doy cuenta del desastre. Corro a la habitación, doy vuelta la valija, y confirmo mi sospecha. Por pelotudo, por estar tomando mate hasta último momento, me olvidé el mate y la bombilla en Buenos Aires. Y ahí la desazón es total, porque puedo inventar un mate con cualquier cosa, pero.. ¿bombilla?. Vuelvo a la cocina a decirle a mis primos que no van a poder probar el mate del que les hablé. Y me interrumpe mi tío:
- ¿Y esto no te sirve, chaval? Es una taza artesanal que me regaló un amigo después de un viaje a Argentina. Mírala, hasta cuchara tiene.
Miro la taza, maravillado. “Recuerdo de Resistencia”, dice. La “cuchara” es una bombilla de caña. No puedo creer que tenga tanto orto. Me salvó la vida. Lavamos el mate, y empiezo a cebar. Por supuesto que está un poco reseco y ni siquiera está curado, pero ellos no se van a dar cuenta y yo no me voy a poner exquisito.
Al día siguiente, voy al súper a comprar un termo (sabiendo cómo tratan a las valijas en los aeropuertos, llevar un termo, era lo mismo que llevar un termo roto). Después de comprar un termo en el segundo bazar, descubro sorprendido que efectivamente no hay pavas en España. Seguramente algún exportador ya estará por vislumbrar el negocio.
Y tomo el tren, ese mismo día, con mi termo nuevo lleno de agua y el mate chaqueño requisado, por causas de fuerza mayor. Después de 5 horas en tren y de haber visto y olido gente comer sánguches de jamón crudo, mandarinas, tortillas, etc. decido que ya eso hora de dejar de pasar desapercibido y empiezo a cebarme el mate. Como era de esperar, el tipo sentado al lado mío, se pone a mirarme, lo más curioso. No estoy muy conversador, así que si quiere saber algo, que pregunte él o va muerto. Se decide:
- Y allí en Sudamérica bebéis mucho este mate, verdad.
(bueno, por lo menos parece que sabe de qué habla)
- Sí
(es verdad que no estoy conversador)
- E imagino que después de beber un poco, se le irá lavando la sustancia, verdad?
(si encima va a criticar mis mates lavados, lo tiro a la vía.)
- Sí
- Tú sabes, yo he estado trabajando 10 años en Montevideo y nunca llegué a probar el mate...
(Confirmado, es un boludo. Durmió 10 años y ahora se queja.....)
- Ajá
Veinte segundos después, me apiado del pobre catalán y le ofrezco uno, que acepta. En realidad, no sé si le hice un favor, porque le gustó bastante y quince minutos después baja del tren, lamentando haber descubierto el mate 10 años tarde. Afuera ya está oscureciendo. “Un día menos”, pienso.

Cuando amanece, ya estamos en Marsella. Un rato después, llega la frontera y otra vez la misma rutina, ahora hay que cambiar de tren caminando por un túnel y llegar a Italia. Cuando voy por la mitad los veo. Dos milicos, 50 metros adelante, con ametralladora y todo, parando aleatoriamente a alguna gente y revisándoles todos los bolsos. Reproduzco mentalmente el aspecto que debo tener esa mañana y sé que no tengo chances de zafar. Pelo por la cintura, una semana sin afeitar, campera de jean bastante rotosa y mochila al hombro. Claro, hasta yo me pararía. Si me llegan a sacar los cinco paquetes de yerba, me deportan por desacato del kilombo que les armo. Cuando me faltan diez metros, veo que para un tipo. Negro, rapado, de traje y maletín. “Bueno, por lo menos un poco de justicia, también paran a los que van bien vestidos” Paso por al lado de ellos, esperando oír “Signore!” o algo así; pero nada. Parece que mi suerte viene mejorando, camino por al lado de todos los pasajeros detenidos para el control y descubro el criterio de selección de los tipos. Negros. No importa cómo vengan vestidos; los tipos paran a los que tienen cara de africanos, nada más. “Bienvenido a Europa”, me digo y sigo avanzando.
Llego a Roma, y voy al hotel; que es bastante más humilde de lo que prometía, donde entrego el pasaporte para que me tomen los datos. El empleado, que no debe llegar a los 30 años, lo mira muy interesado y me dice:
- Lui é argentino?
- Sí
- Anche io, sono argentino
- ....
- Los muchachos peronistas todos unidos triunfaremos, y como siempre daremos, un grito de corazón: ¡Viva Perón! ¡Viva Perón! ¡Perón, Perón, qué grande sos! ¡Mi general, cuanto valés! ¡Perón, Perón, gran conductor, sos el primer trabajador!
- ....
Me espetó la marcha entera, así de corrido, sin respirar. Como sigo sin reaccionar, me explica que era de Lanús, y que su familia se vino a Roma cuando él tenía 2 o 3 años y lo único que sabía en español era esa canción, que su madre le cantaba todos los días. No sé que decirle, así que al rato me pongo a cebarle unos mates. No lo convencen demasiado, pero le dejo el paquete de yerba, que su madre seguramente sabrá apreciar.
A la mañana, otra vez a la estación y a hacerme entender para que me den un boleto hasta Zurich. El tren sale en 5 minutos y, como esto es Roma, hay 20 trenes en 20 andenes y no se entiende cuál carajo va a cada destino. Veo un guarda subiendo a un tren que podría ser el mío, le muestro el boleto y casi implorando, le pregunto:
- ¿Queste biglieto é per queste treno?
- Si, uscite che partiamo adesso.
Me subo y, efectivamente arrancamos. Me acomodo en el último rincón libre que quedaba y me pongo a mirar para afuera del tren. La extraño, pero ya falta menos.

Habrán pasado un par de horas y un guarda me trae de vuelta a la realidad, pidiéndome el boleto. Se lo doy para que lo marque, se lo queda mirando y me dice un montón de cosas que superan mi italiano básico. Lo único que entiendo es que quiere que le pague una multa de diez mil liras. Sin saber qué hacer, miro al pibe de al lado, que sólo levanta los hombros y me hace el gesto de “qué le vas a hacer; vas a tener que pagar porque tiene razón”. Resignado, pago la multa y después el pibe me explica que la multa era correcta, porque yo tenía un boleto común y el tren era expreso. Diez mil liras no son demasiado, eso no me preocupa. Lo que me enbronca es que estoy casi seguro de que el guarda es el mismo hijo de puta que me hizo subir al tren.....
Me despierto y ya es de noche. El compartimiento del tren está vacío. Miro para afuera y el tren está parado en una terminal, que también está desierta. Me corre un frío por la espalda. Son las 03:25 de la madrugada: dormí como 9 horas. Si me equivoqué de tren o simplemente seguí de largo, puedo estar tranquilamente en Bosnia. (Ayer leí en el diario que Estados Unidos estaba bombardeando media Yugoslavia en estos días, así que ya me está entrando el pánico). Salgo al pasillo y el tren está casi vacío; debe haber cuatro personas en el vagón, todos durmiendo profundamente. Me asomo al andén, y no me animo a bajar del tren, a ver si encima arranca y me deja acá perdido. No hay caso, no se ve nada que me oriente. Hay un cartel publicitario, que por lo menos me debería decir qué idioma se habla acá, pero ni eso: “Marlboro” es lo único que dice.
Si quiero saber dónde estoy, voy a tener que bajar del tren. No parece haber movimiento de maquinistas, así que debo tener por lo menos cinco minutos para bajar. Empiezo a caminar hacia la cabecera de la estación, desconfiado y alerta a cualquier ruido que anuncie una partida inminente. Nada. Silencio absoluto. Sólo pasa un gato, que me mira extrañado. Llego al inicio del tren, y apenas puedo contenerme: todas las ventanillas están cerradas, y no hay nadie a la vista. Sólo un empleado, barriendo otro andén a 200 metros, pero no tengo valor para alejarme tanto de mi tren. Y aparte, no sabría qué preguntarle, y creo que no entendería su respuesta.
Me quedo paralizado, ahí parado en la cabecera del tren no sé cuanto tiempo. Miro otra vez el reloj de la terminal, 03:45. Hasta que lo veo. A 10 metros de altura, semioculto entre la estructura de hierro de la estación y las telarañas. “Bologna Centrale”, dice el cartel que posiblemente nadie haya mirado en los últimos 50 años. Saber dónde estoy, me tranquiliza. Por alguna extraña razón, uno supone que los asesinatos de madrugada son menos frecuentes en la Estación de Bologna que en la de Sarajevo. Doy vuelta, encarando hacia mi vagón, cuando me doy cuenta de que no tengo motivos para tranquilizarme demasiado. ¿De qué me sirve saber que estoy en Bologna? La situación sigue igual, sólo reduje la incertidumbre de “algún lugar en Europa” a “algún lugar en Italia”. Casi corriendo, vuelvo hasta mi vagón, y busco el mapa, desesperado. Compruebo que, efectivamente, Bologna está en camino entre Roma y Zurich. Me siento, aunque no creo que pueda dormir lo que queda de la noche. Así que para darme paz, pienso en ella, en cuánto la extraño y en lo cerca que ya estoy.

Zurich es una ciudad demasiado suiza. Y demasiado cara, también. Así que mi almuerzo acá va a ser un sándwich de algo que pueda comprar en el supermercado. También necesito azúcar, para el mate, que estoy consumiendo cada vez más rápido. Después de examinar varios paquetes de fiambres extraños, me llevo el único que entiendo: “Mortadella” Si no fuera por Italia, uno se podría morir de hambre en el extranjero. Llego a pagar y la registradora marca 24.65. Pago con 50 francos, y mientras guardo el cambio, descubro que no hay bolsitas a la vista para guardar las compras. Miro a la a la cajera, que parece no darse cuenta de mi problema. Intento un “Do you speak english?”, que niega con la cabeza. Miro a la señora que está comprando en la caja de al lado, a ver cómo hace y, para mi desesperación, abre el monedero, saca su propia bolsita y carga en ella las verduras que compró. Me voy frustrado por la barrera de incomunicación, acunando pan, queso, mortadela, azúcar y chocolate.
A los 5 minutos de salir de Zurich, viene la guarda a pedir boletos. Bah, no le entiendo una palabra de lo que dice, pero es fácil suponer qué quiere. Se lo doy sin decir nada, lo marca y me lo devuelve sin decir nada. Otra vez, sólo hay que sentarse a mirar por la ventana. Extraño verla, acariciarla, escuchar su voz.

Suiza es un país chico, así que después de dos horas de lagos y montañas ya casi se acaba. Antes de llegar a destino, vuelve a pasar la misma guarda pidiendo boletos. Somos cuatro en el vagón, debería recordarme. Aún así, ella es suiza y, cumpliendo con su deber, se para al lado mío esperando. Le doy el boleto, y tras mirarlo un rato; me dice que falta completar mi número de documento y me pide el pasaporte. Le doy el pasaporte, y tres segundos después me sorprendo de haber entendido tan bien el alemán, a pesar de no conocer más de cuatro palabras en ese idioma, y llevar sólo un par de días escuchándolo. Cuando se va, repito la conversación en mi memoria, para identificar cada palabra y descubro que la segunda vez que pasó a pedir boleto, entendí tan bien el alemán porque no habló en alemán, sino en francés. No sé si sentirme maravillado por haber entendido el francés, o pelotudo por no haberlo reconocido.
Con una puntualidad predecible, voy cruzando Alemania de sur a norte. La tranquilidad del viaje me da tiempo para pensar en ella. Recuerdo su voz, sus frases. No es su voz lo que extraño. Su voz en el teléfono no es lo que me falta. Extraño ver sus ojos mientras charlamos. Extraño verla hablar.

Ya falta poco, ya casi estoy ahí. Ya llegamos a Hamburgo. Un tren más, el último trasbordo del viaje. Parece increíble que ya mañana vaya a estar con ella. Después de almorzar una cosa que difícilmente podría llamar pizza, me subo al tren a Copenhague. Es un tren corto, de tres vagones, nomás.
A la media hora de viaje, después de la última parada en Alemania, pasan dos policías y un empleado sellando pasaportes y revisando algunos equipajes. El look sudamericano resalta mucho más en Alemania del Norte que en Italia, así que me piden cortésmente que abra la mochila. Todo bien, hasta que encuentran los dos paquetes de yerba:
- Was ist das?
- ....
- What is this?
- Ehhh. It is for make tea.
- Tea? This is some kind of beverage?
Y ahí nomás, abre el paquete y huele la yerba. Le señalo el termo, como prueba irrefutable de que no me iba a fumar la Taragüí. Si llegué hasta acá sin problemas, y éste me hace dejar la yerba, voy preso por triple homicidio, seguro. No hace falta; se ve que mi explicación lo convence, o que está apurado, porque me sella el pasaporte y dos minutos después se bajan en la frontera. Victorioso, me pongo a pensar en ella, mientras saboreo un amargo. Copenhague está en una isla, así que seguramente habrá que cruzar un puente o un túnel para llegar. Extraño sus frases; adivinar lo que va a decir al primer gesto, aún antes de que abra la boca.
Media hora después, el tren para en lo que debe ser la entrada del túnel. Estoy medio somnoliento, así que ni presto atención a lo que sea que esté diciendo el guarda. Pero debe haber dicho algo interesante, porque casi todos los pasajeros se bajaron del vagón. Como hay varios que se quedan, a pesar de haberlo escuchado y entendido, deduzco que no es obligatorio bajar y me quedo mirando por la ventana. Entra un camión al túnel, al lado del tren y se queda parado también. Hay algo raro en ese camión, pero no me doy cuenta de qué es, al principio. Lo miro de vuelta y veo que está parado al lado del tren, pero muy cerca. No debe haber más de un metro entre mi ventanilla y el techo del camión. No encuentro explicación y no la busco demasiado tampoco, así que me quedo tomando mate hasta que siento arrancar al tren. Miro para afuera, y me sorprende ver que también se mueve el camión. Por un instante, ambos avanzan a la misma velocidad, están inmóviles entre sí pero avanzan ambos, cansinamente. Por dos instantes, también. Increíblemente siguen avanzando juntos, completamente coordinados. Al tercer instante, se supera mi capacidad de asombro, cuando veo que también el túnel parece estar moviéndose junto con el tren y el camión. Trato de entender que pasa y miro detalladamente el exterior. Nada se mueve, todo parece completamente inmóvil, si no fuera porque siento la inercia que indica que el tren se está moviendo. Miro a la gente que queda en el vagón y a nadie parece preocuparle este sismo repentino. Salgo del vagón, al túnel y veo que está cerrado. Entra luz solar por algún lado, pero tanto adelante como atrás del tren, tiene unas compuertas cortando el paso. Y al lado, además del camión hay muchos autos y vehículos más. Mucha gente sale del túnel por una puerta lateral, ubicada junto al tren, pero ninguno parece asustado ni extrañado. Los sigo, tratando de entender qué ocurre. Cruzo la puerta, subo una escalera y un olor me inunda. Más que un olor, es una sensación que me pega en la cara. Húmeda, fría. Conocida, pero fuera de lugar. Subo otro escalón, tratando de identificarla, cuando las imágenes también me llenan la vista. Tardo una fracción de segundo en entenderlo. El cielo, nublado y ventoso. El mar. Las olas pegan en el casco del barco y me salpican. Atrás, la costa se aleja. Estoy en un barco. El tren está en un barco. El túnel es un barco. No hay túnel ni puente, es un ferry que cruza hasta Copenhague. Me voy a la proa, a ver las olas romper.
En Copenhague llueve, y a las 4 de la tarde ya es de noche. Llegué, ella tiene que estar ahí nomás. Para el tren y la veo, buscándome en los vagones. Bajo y nos abrazamos un rato largo. Vamos caminando hasta su casa. Saco de la mochila el último paquete de yerba. Lo mira fijo. Veo sus ojos, y como si no hubiera pasado el tiempo, adivino lo que está por decir. La frase que hace meses yo estoy esperando oírle.


Pablo(yo), Junio 2008.

17 comentarios:

unServidor dijo...

¿Y San Martín?



;P

Mona Loca dijo...

Qué lindo, Pablo!

Anónimo dijo...

Pablo, espectacular lo suyo, de verdad!!!
Me metí, le juro que viajé junto con el personaje...
Congratulaciones...

Vontrier dijo...

Me se hizo una cosa así, acá.
No sé si te lo perdono, Pablo.
No sé. Lo voy a pensar, eh.

(Está muy bueno el cuento. Esta vez, gracias a vos. =P)

Beso.
V.

Anónimo dijo...

Son las 3 de la tarde en Madrid. Ya tengo el pasaje pero el tren sale dentro de 4 horas, así salgo a caminar un rato, porel Parque de Oriente.
El camino interno del parque baja, y allá en el fondo, a la sombra de los árboles, veo una estatua de perfil, de un tipo a caballo. "Es San Martín", es mi primer pensamiento. Me desdigo inmediatamente "No, pelotudo, como va a ser San Martín acá en España".
Y como el parque tiene un banco, me siento a tomar mate, mirando la estatua.
Y la situación es complicada. Porque si el tipo no es San Martín (que es lo más probable), significa que todas las estatuas de gente a caballo son iguales, que no sé distinguir una estatua de San Martín, y por extensión, que no sé nada de San Martín. Así me quedo un rato largo, sin animarme a acercarme. Hasta que, mitad porque se acaba el mate, mitad porque la estación de tren está del otro lado del parque, me acerco,con aire distraído, y leo de reojo la placa bajo la estatua...

Anónimo dijo...

Viajé con vos, Pablo, me asusté con los guardas también, sentí el aroma del mar y el viento, sentí el gusto al mate de caña mal curado.
Genial, mostro del archipiélago.

El Profe dijo...

Me encantó Pablo (vos)
Muy bueno
¡Un abrazote!

Cesar dijo...

Muy Bueno Pablo, menos mal que me dijo que su teclado estaba "para atras"

Anónimo dijo...

Pablo, un capo, muy bueno el cuento, lástima ese problemita de campeones del semestre, antes aran campeones del siglo, cómo se han devaluado...

gabrielaa. dijo...

"la frase que hace meses estoy esperando oírle"

claro que sí

Mar dijo...

Buenísimo, ya puedo decir que conozco Europa! ;-)

Capitan de su calle dijo...

Que lindo viaje pablo, nos llevaste por europa che. Que buenas imagenes. Que bien las sensaciones.
Una vitacora que se ve clarita.
Encima me diste unas ganas tremendas de mate.

saludos

Anónimo dijo...

Gracias a ustedes por tomarse el tiempo para leerlo y dejar tan lindos comentarios, y a MariaCe por publicarlo.

mosca brava dijo...

Mate amargo. Para dulce, el cuento de Pablo. Muy bueno!

Vill Gates dijo...

Y mi comentario?
Acá hay CEN-SU-RA!!!

:P

Había escrito algo, ya no me acuerdo. De todas formas, muy bueno Pablo.

PatricioUPMA dijo...

Felicitaciones, loco. Una "belesza" de cuento.

Mery dijo...

Qué lindoooo!!!!
No sabía que escribías... esto igual debe tener unos años, ¿no?

Me quedé con la intriga... ¿de quién era la estatua del Parque del Oriente?

Beso grande!!

María