Mi primer encuentro con Cassandra Cross fue en su impresionante relato Los que se ahogan. No voy a decir más sobre este relato, porque merece ser conocido desde su lectura y no por mis comentarios. Desde entonces la sigo asiduamente en su blog, y casi no puedo creer que hoy tenga la oportunidad de poder presentar en el TELITA un nuevo trabajo de ella. No digo más. Lean, señores, a Cassandra Cross:
Cabezón, cebate un mate
Gastón quedó último en el sorteo de las carpas. No era para menos; aunque se tratara de un campamento en plan de convivencia para fortalecer los vínculos espirituales del curso, él era el raro del grupo y punto. "Chupetín con peluca", por su larguiruchez de melena desordenada y mirada mansa que no alteraban ni las burlas ni la indiferencia.
Poco tiempo atrás había perdido a su papá y eso, en lugar de acercarlo más, lo aisló de sus pares. Transitaba esa edad complicada en la que se experimenta el dolor propio con absoluta intensidad y el ajeno con indiferencia. En la grupalidad se perdía su introversión, y con el correr de las tardes no era más que un flacucho alto, de ojos perplejos, en el rincón más apartado de la ronda.
Circulando por los grupos de trabajo, Chupetín con Peluca siempre encontraba su nicho en la tarea que no quería hacer nadie, sin siquiera recibir las gracias. Tampoco el coordinador de grupos le prestaba demasiada atención. "Debe ser así, nomás" pensaba Joaquín del muchacho, desbordado por mantener la atención en tantos bolsones de hormonas unisex, sesenta y pico en total que había que mantener a raya, estableciendo incluso turnos por la noche para que los incipientes noviecitos no se cruzaran de carpa.
Por las tardes Gastón revivía un poco. Se iba al borde del arroyito a bajar mandarinas de los árboles, y mientras las pelaba extrañaba al hermano del que lo separaban todos los veranos "por recomendación terapéutica". Pensaba en la madre que se deslomaba trabajando y a la que rara vez veía, y en el walkman que le habría gustado traer y no le dejaron. A veces, sólo a veces, pensaba en papá desparramado en el asfalto y en el otro hermano, el mayor, al que habían internado hacía tantos meses que ya era más una ausencia ominosa que un recuerdo.
Era justamente por las tardes que Joaquín, revolviendo la olla del mate cocido entre turno y turno de uso de baños, podía pensar a su vez en Gastón y en su mutismo anómalo, una oruga triste entre las mariposas a la que no había forma de convencer de que eventualmente ser mariposa estaba en su destino. O podía estarlo.
Más allá de su apariencia de complicidad graciosa, Joaco tenía autoridad y sabía contar historias; sabía tocar cientos de canciones en la guitarra y podía negociar en quince minutos en la más dura de las contiendas sin perder la calma. Gastón, que rara vez hablaba aún para sí mismo, no entendía cómo era posible que una persona pasara tanto tiempo hablando sin cansarse. ¿Cuándo pensaría? ¿Cuándo estaría solo? En el fondo admiraba esa capacidad de relacionarse con la misma mansedumbre y resignación que aceptaba su propia limitación expresiva.
La víspera de la partida, a mediodía, el grupo bullanguero en pleno se fue a la proveeduría a preparar el festejo y Gastón se quedó en el campamento tirando los restos del almuerzo. Sentado en la punta de una mesa vacía, sintió por primera vez el pecho oprimido por las ganas de llorar. Quince días de convivencia en los que no había hecho un solo amigo. Estaba perfectamente convencido de que eso no era normal, de que iba a terminar internado como el hermano mayor "por recomendación terapéutica". Si tan sólo le quedara una revista sin leer, o si hubiera traído un libro...
Entonces escuchó la puteada que venía del arroyo. Cortita y seca como una tos, de esas escupidas por alguien que nunca dice malas palabras. Cuando miró bien, era Joaco el que venía caminando para el campamento, hincando los dientes en la palma de la mano, como si quisiera arrancarse algo. Ya más cerca advirtió el anzuelo clavado, que le estaba dando bastante trabajo.Abrió la boca y la cerró. Por alguna razón no le salía la voz, pero en seguida saltó de la mesa para alcanzarle una botella de agua y la valijita del botiquín.
- Gracias, Tongas - dijo Joaco haciéndose el gracioso, y recibió un rubor incendiario por respuesta. Rápidamente agregó: - ¿Me podés traer el alicate, por favor? Este coso se me resbala de los dedos y no lo puedo sacar.
Gastón corrió al cajón de las herramientas y volvió con el alicate. Le arrimó una silla, pero Joaco no parecía querer sentarse.
-Pasale alcohol, porfa. Debe tener una roña eso... menos mal que tenía la antitetánica puesta.
Mientras esperaba a Gastón y pese al evidente dolor en la mano, Joaco no paraba de moverse. Descubrió a tiro el equipo de mate y lo arrimó a su lugar, luego buscó la garrafita portátil. Con la mano libre abrió la llave de gas y luego volcó agua del botellón, haciendo equilibrio, en la pava de aluminio abollada que posteriormente puso a calentar. Gastón lo miraba de reojo, frotando una gasa embebida en alcohol en el filo del alicate para desinfectarlo hasta dejarlo brillante. Joaco ahora luchaba con el tarro de yerba, pero no había forma de sostenerlo con la mano izquierda y el antebrazo derecho.
- Pucha. Me vas a tener que armar el mate, Tongas. Y cebarlo también, porque cuando termine voy a tener un dolor que te la vogliodire.
El silencio se alargó entre los dos mientras los dedos de Gastón luchaban con la traba metálica del yerbero. Luego intentó llenar el porongo a ojo "hasta ahí", según las indicaciones de Joaco, que a su vez maniobraba el alicate con los labios apretados.
El canto de los pájaros y el rumor del arroyo en la siesta litoraleña pronto se quebraron con un silbido chirriante y destemplado que presagiaba el hervor del agua. Joaco largó la última puteada al mismo tiempo que el alicate, y la punta sesgada del anzuelo cubierta de sangre fue a parar a la gasa sucia de alcohol y tierra.
Apagó el agua mientras Gastón armaba un apósito casero bastante deforme, con demasiado algodón y cinta por todos lados, que le extendió solícito y sin mirarlo a los ojos.
- Dale, cabezón - murmuró el otro, y se le escuchaba la sonrisa en la voz -, cebate un mate.
- Nunca tomé mate - dijo Gastón, sorprendido no tanto de su voz asordinada como de la sequedad de su garganta -, y no sé cebar.
- Por lo menos sabés hablar - dijo Joaco.
- ¿Estás seguro de que querés que te cebe? No soy ... muy, eh... conversador.
Joaco chasqueó la lengua restándole importancia a la cosa y empezó a hablar con esa voz compinche de si yo también he sido un outsider. Le contó de su familia, de su llegada al colegio, de la abuela que lo esperaba el domingo a la noche con ñoquis caseros y lo que pensaba hacer cuando terminara el secundario. Le habló de lo solo que se sentía en medio del ruido de los campamenteros y de lo mucho que le asustaba el agua por más que supiera nadar.
Gastón lo escuchó en silencio, toda la tarde, sintiendo que cada chupada a la bombilla le agitaba un algo en el alma.
Poco tiempo atrás había perdido a su papá y eso, en lugar de acercarlo más, lo aisló de sus pares. Transitaba esa edad complicada en la que se experimenta el dolor propio con absoluta intensidad y el ajeno con indiferencia. En la grupalidad se perdía su introversión, y con el correr de las tardes no era más que un flacucho alto, de ojos perplejos, en el rincón más apartado de la ronda.
Circulando por los grupos de trabajo, Chupetín con Peluca siempre encontraba su nicho en la tarea que no quería hacer nadie, sin siquiera recibir las gracias. Tampoco el coordinador de grupos le prestaba demasiada atención. "Debe ser así, nomás" pensaba Joaquín del muchacho, desbordado por mantener la atención en tantos bolsones de hormonas unisex, sesenta y pico en total que había que mantener a raya, estableciendo incluso turnos por la noche para que los incipientes noviecitos no se cruzaran de carpa.
Por las tardes Gastón revivía un poco. Se iba al borde del arroyito a bajar mandarinas de los árboles, y mientras las pelaba extrañaba al hermano del que lo separaban todos los veranos "por recomendación terapéutica". Pensaba en la madre que se deslomaba trabajando y a la que rara vez veía, y en el walkman que le habría gustado traer y no le dejaron. A veces, sólo a veces, pensaba en papá desparramado en el asfalto y en el otro hermano, el mayor, al que habían internado hacía tantos meses que ya era más una ausencia ominosa que un recuerdo.
Era justamente por las tardes que Joaquín, revolviendo la olla del mate cocido entre turno y turno de uso de baños, podía pensar a su vez en Gastón y en su mutismo anómalo, una oruga triste entre las mariposas a la que no había forma de convencer de que eventualmente ser mariposa estaba en su destino. O podía estarlo.
Más allá de su apariencia de complicidad graciosa, Joaco tenía autoridad y sabía contar historias; sabía tocar cientos de canciones en la guitarra y podía negociar en quince minutos en la más dura de las contiendas sin perder la calma. Gastón, que rara vez hablaba aún para sí mismo, no entendía cómo era posible que una persona pasara tanto tiempo hablando sin cansarse. ¿Cuándo pensaría? ¿Cuándo estaría solo? En el fondo admiraba esa capacidad de relacionarse con la misma mansedumbre y resignación que aceptaba su propia limitación expresiva.
La víspera de la partida, a mediodía, el grupo bullanguero en pleno se fue a la proveeduría a preparar el festejo y Gastón se quedó en el campamento tirando los restos del almuerzo. Sentado en la punta de una mesa vacía, sintió por primera vez el pecho oprimido por las ganas de llorar. Quince días de convivencia en los que no había hecho un solo amigo. Estaba perfectamente convencido de que eso no era normal, de que iba a terminar internado como el hermano mayor "por recomendación terapéutica". Si tan sólo le quedara una revista sin leer, o si hubiera traído un libro...
Entonces escuchó la puteada que venía del arroyo. Cortita y seca como una tos, de esas escupidas por alguien que nunca dice malas palabras. Cuando miró bien, era Joaco el que venía caminando para el campamento, hincando los dientes en la palma de la mano, como si quisiera arrancarse algo. Ya más cerca advirtió el anzuelo clavado, que le estaba dando bastante trabajo.Abrió la boca y la cerró. Por alguna razón no le salía la voz, pero en seguida saltó de la mesa para alcanzarle una botella de agua y la valijita del botiquín.
- Gracias, Tongas - dijo Joaco haciéndose el gracioso, y recibió un rubor incendiario por respuesta. Rápidamente agregó: - ¿Me podés traer el alicate, por favor? Este coso se me resbala de los dedos y no lo puedo sacar.
Gastón corrió al cajón de las herramientas y volvió con el alicate. Le arrimó una silla, pero Joaco no parecía querer sentarse.
-Pasale alcohol, porfa. Debe tener una roña eso... menos mal que tenía la antitetánica puesta.
Mientras esperaba a Gastón y pese al evidente dolor en la mano, Joaco no paraba de moverse. Descubrió a tiro el equipo de mate y lo arrimó a su lugar, luego buscó la garrafita portátil. Con la mano libre abrió la llave de gas y luego volcó agua del botellón, haciendo equilibrio, en la pava de aluminio abollada que posteriormente puso a calentar. Gastón lo miraba de reojo, frotando una gasa embebida en alcohol en el filo del alicate para desinfectarlo hasta dejarlo brillante. Joaco ahora luchaba con el tarro de yerba, pero no había forma de sostenerlo con la mano izquierda y el antebrazo derecho.
- Pucha. Me vas a tener que armar el mate, Tongas. Y cebarlo también, porque cuando termine voy a tener un dolor que te la vogliodire.
El silencio se alargó entre los dos mientras los dedos de Gastón luchaban con la traba metálica del yerbero. Luego intentó llenar el porongo a ojo "hasta ahí", según las indicaciones de Joaco, que a su vez maniobraba el alicate con los labios apretados.
El canto de los pájaros y el rumor del arroyo en la siesta litoraleña pronto se quebraron con un silbido chirriante y destemplado que presagiaba el hervor del agua. Joaco largó la última puteada al mismo tiempo que el alicate, y la punta sesgada del anzuelo cubierta de sangre fue a parar a la gasa sucia de alcohol y tierra.
Apagó el agua mientras Gastón armaba un apósito casero bastante deforme, con demasiado algodón y cinta por todos lados, que le extendió solícito y sin mirarlo a los ojos.
- Dale, cabezón - murmuró el otro, y se le escuchaba la sonrisa en la voz -, cebate un mate.
- Nunca tomé mate - dijo Gastón, sorprendido no tanto de su voz asordinada como de la sequedad de su garganta -, y no sé cebar.
- Por lo menos sabés hablar - dijo Joaco.
- ¿Estás seguro de que querés que te cebe? No soy ... muy, eh... conversador.
Joaco chasqueó la lengua restándole importancia a la cosa y empezó a hablar con esa voz compinche de si yo también he sido un outsider. Le contó de su familia, de su llegada al colegio, de la abuela que lo esperaba el domingo a la noche con ñoquis caseros y lo que pensaba hacer cuando terminara el secundario. Le habló de lo solo que se sentía en medio del ruido de los campamenteros y de lo mucho que le asustaba el agua por más que supiera nadar.
Gastón lo escuchó en silencio, toda la tarde, sintiendo que cada chupada a la bombilla le agitaba un algo en el alma.
Cassandra Cross, Junio 2008.
8 comentarios:
¡No es justo sacarle provecho a la esquizofrenia!
No voy a devolver gentilezas, otros lo harán por mí.
El mundo de Cass (su extraño mundo) generalmente es un mundo en negativo fotográfico: es oscuro, tenebroso y hostil. La luz de sus personajes, que en el mundo "normal" estaría velada por el encandilamiento del bienestar económico y social, queda resaltada con la penumbra del entorno.
Esa búsqueda de luz puede ser confundida o malinterpretada: nunca hay que dejar de tener en cuenta que lo lóbrego del entorno es una percepción real de Cassandra; ni confundir la distancia que pone entre los personajes principales y los ignotos seres del fondo del panorama como desprecio, ni asumir a estos últimos como poco relevantes.
En fin, esta chica algún día nos va a dar de qué hablar.
Te felicito, Cass. Hermoso, me hizo acordar a los campamentos del secundario. Y me quedé con ganas de mas.
Leí "Los que se ahogan", sin palabras....
Admiro mucho esta capacidad de escribir que tienen. En serio.
¡¡¡Cass!!! me asombraste, muy bueno. Realmente esta opción que nos ha ofrecido MariaCe es buenisíma.
¡Un abrazo a las dos!
Cass, si lo que dice Fender es cierto, sòlo contra fondo negro se ve la luz de cada uno.
Me pareciò excelente, por la descripciòn delicada del personaje, y por la riqueza del contexto.
Que bien Cassandra... que bien, que finitos los personajes, que introspeccion delicada, que buena la realcion que no se adelanta, que linda prosa.
Me encantó.
De verdad me encantó
Si Cass, si algún día nos vas a dar que hablar como dice Fender, ¿Por qué no empezás, digamos... mañana?.
Selente mijita.
YO
QUIERO
MAS
CUENTOS
DE
CASS.
NO
ES
UN
PEDIDO
ES
UNA
EXIGENCIA.
Love,
V.
Gracias a todos, de corazón... Me alegra que les haya gustado. También se aceptan correcciones y críticas, eh, que nunca vienen mal.
Gracias sobre todo a MaríaC que tiene estas ideas supertrooper. Por el espacio, el incentivo y la predisposición de invitarnos a su espacio.
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