domingo, diciembre 2

T.E.LIT.A

Queridos amigos, ocasional lector, colegas de la blogósfera, invitados de otros, pasé-sin-querer-buscando-otra-cosa, tengo el agrado de invitar a ustedes a participar de T.E.LIT.A, el primer (mi primer) Taller Espontáneo de Literatura y Arte.

La idea de este feliz emprendimiento me surgió así como si nada, cuando, al revisar mi disco en busca de qué eliminar para tener un poco más de espacio, me topé con una imagen que vaya a saber uno de dónde salió -yo creo que me la mandaron buscando locación similar-. La imagen me disparó toda una serie de recuerdos/fantasías y ahí, zácate, la luz de una inquietud: ¿qué disparará esta imagen en un escritor? O mejor expresado: ¿qué dispararía esta imagen en un artista de cualquier índole, especialmente escritores? Y luego, repentinamente tímida: pero... ¿se coparán? ¿Querrán hacerlo? Sólo por el placer de escribir, artistear, hacer lo suyo?

Y bueno, probé. Le pasé el Gran Desafío a La Escritora  y... bueno, disfruten, sáquense el sombrero los que lo lleven, lean lo que se viene luego. Pero primero, por favor siéntanse todos los artistas, profesionales y amateurs, invitados a participar de este Taller, sólo por el placer de hacer lo que saben o les gusta.

Con enorme alegría y respeto recibiré el material digital en el correo cebogliolo@hotmail.com. Todos, todos bienvenidos.

T.E.LIT.A.
El primer tema de este taller es la imagen que sigue:


A continuación, el trabajo de la escritora:
Un rato antes del mediodía

“Tenía rojos los bordes de los ojos. Aunque no había llegado a llorar, parecía como si lo hubiese hecho.
Tal vez se debía a que el cansancio del cuerpo y del alma había afectado sus párpados.
Con sólo decirle algo los ojos se le llenaban de lágrimas.”
(Yasunari Kawabata – Primera nieve en el Monte Fuji)


Isabel se había levantado antes de que saliera el sol. Después de poner la pava al fuego, sacó de la alacena el frasco de harina y, de la gallina de alambre que le había regalado su nuera para el día de la madre, una docena de huevos. Formó, con los dedos en pico, una corona de harina sobre la mesada de mármol amarillenta y dentro del hueco, fue colocando, uno a uno, los huevos que cascó con la mano limpia sobre el filo de la mesada. Agregó agua. Usó los dedos como pala y fue mezclando los ingredientes hasta que formó una masa. Después, se dedicó a sobarla, a estirarla, alejándola de su cuerpo y a volverla a reunir, acercándola al delantal. La pava empezó a echar humo por el pico. Isabel se limpió las manos con la punta del delantal, dijo “pucha” y vació, con lentitud, el agua hervida sobre la rejilla de la pileta de la cocina. Con las yemas del pulgar y el índice, destapó la pava en un movimiento rápido y, después de abrir la canilla, dejó que el chorro de agua fría volviera a llenarla. Volvió a amasar. La textura de la masa, el olor al apresto o al jabón blanco, el sonido de los pájaros o la risa de su único nieto, eran todas las cosas que hacían casi feliz a Isabel, últimamente. Las cosas simples y sencillas de la casa, como a todas las mujeres de su familia. La parte inferior de la mano estiraba la masa contra la mesada, muchas veces, como un masaje profundo, para que quedara blanda, como la panza de un bebé después de un cólico, y lisa, como la piel de las piernas de otra época de Isabel, cuando aún no era madre ni abuela.
Acarició el bollo de masa y lo tapó con un lienzo blanco. Puso la pava a calentar, nuevamente y se dedicó a barrer con un cepillo harinero, el sobrante que quedaba sobre la mesada. Se lavó las manos y observó, por un segundo o dos, el pico de la pava. Con el dorso de la mano, se sacó un mechón de canas que no se quedaba sujetado a la horquilla. Creyó que era momento de sacar la pava del fuego y traspasar el agua al termo. El mate ya tenía yerba y azúcar, sólo faltaba colocar la bombilla y tomar unos cuantos dulces mientras la masa descansaba para armar la pastalinda y empezar a estirar la masa y cortar los fideos. A lo mejor, entre la espera y los fideos, el teléfono sonaba y por primera vez, después de cuatro años, Alberto decía “hola, viejita”. No era momento de ponerse a pensar en eso. Isabel había dejado de hacerse ilusiones con la llamada de Alberto. Le agradecía al cielo, todas las noches, que su nuera y el chiquito hubiesen vuelto del campo y que todavía, aún cuándo no supieran ni una palabra sobre el destino de Alberto, fueran a visitarla. Pese a la impresión que le causó la primera vez que la vio, Adriana era una buena chica, demasiado joven para condenarse a la soledad, aunque ella –Isabel- no le perdonara no seguir esperando a Alberto, como ella lo esperaba cada día, aún después de cuatro años sin una sola noticia. Quién sabe si Alberto se había enterado de que ahora podía llamar tranquilo, que no los iba a perjudicar hablándoles. Quién sabe dónde había ido a parar, después de desobedecerla y no aparecer por la casa de Nino en Latina.
Isabel escuchó el paso arrastrado de Blas. Sorbió el mate de un tirón y volvió a llenarlo. El agua estaba tibia y aunque hacía calor ese domingo de madrugada, hubiese preferido sentir como el mate le iba quemando por dentro hasta llegarle al estómago. Se sentó en la silla y apoyó el termo y la azucarera sobre la mesa de la máquina de coser pero ni bien sentarse, decidió abrir el toldo, girando la manija con fuerza y rápidamente para hacer la menor cantidad de ruido posible.
Blas se asomó al patio y la vio parada y se preguntó en qué momento su mujer había encanecido tanto. En qué momento, aquella porteña orgullosa y explosiva, hija de napolitanos, se había transformado en esta matrona vencida de piernas pesadas y cintura inexistente. Mientras pensaba, se pasó la mano por la cabeza. Cada día, tocaba más piel. Isabel había envejecido en el mismo tiempo en que él se había ido quedando calvo. Cuatro años, siete meses y nueve días. Cuando Isabel se dio vuelta, lo encontró mirándola desde la cortina que separaba el patio del dormitorio. “Qué haces levantada a esta hora, mujer”, dijo Blas e Isabel volvió a preguntarse cómo era posible que después de más de treinta cuatro años en Argentina, Blas no hubiese perdido el acento.


“Me quema la cama y tengo mucho que hacer”, respondió Isabel. Blas movióla cabeza de un lado hacia otro y le ofreció ayuda, una ayuda que Isabel rechazó, como siempre, en los últimos treinta y cuatro años porque así le habían enseñado: la mujer en la casa y el hombre en el boliche. “Crees que esta vez vendrá con el tipo ese, como la otra vez” le preguntó Blas. Isabel respondió que sólo por ver al nene, era capaz de ver al tipo ese y a toda la jota pe junta, qué qué les importaba a ellos lo que Adriana hiciera de su vida, qué quiénes eran ellos para juzgala y que cuidadito con lo que decía, que al fin y al cabo, fue Alberto el que mandó la chica al campo, cuando estaba de compra y que la chica, bastante buena era, después de todo, con lo mal que su hijo se había portado con ella. Después de hablar, le estiró un mate a Blas. Blas lo aceptó callado y se sentó cerca de Isabel. Empezó a despuntar el día. Isabel sacó del cuartito los caballetes y sólo recién cuando tuvo que mover el tablón, le pidió ayuda a Blas, que con paso lento, se acercó y con aquellas manos de trabajo que en algún momento habían enamorado a Isabel, cargó el tablón hasta depositarlo sobre los caballetes, en el centro del patio.


-¿No crees que deberíamos quitar esos retratos de allí?- le preguntó Blas a Isabel, que volvía de la cocina con dos telas blancas para cubrir los tablones y comenzaba a estirarlos prolijamente sobre el tablón.
-¿Y por qué deberíamos sacar las fotos de Albertito? ¿Te da vergüenza tu hijo?
-Pero cómo dices algo así, mujer. Estoy muy orgulloso de nuestro hijo pero creo que si la madre de tu nieto ha de venir con el tipo ese, pues bueno, que para él será una incomodidad fatal.
-No te entiendo, Blas. Dijiste cualquier clase de cosas de Adriana y ahora te preocupás porque el tipo se sienta cómodo en casa. Esta es la casa de Albertito, después de todo. Además, es el único recuerdo que tiene el nene de su papá. Se queda como está, qué tanto.
-Ya, ya. No te alteres por nada. Ya no se te puede hablar, Isabel. No se qué demonios está pasando contigo, Dios Santo.
-Qué me va a pasar. A mí no me pasa nada.
Isabel volvió a la cocina y dejó a Blas hablando solo en el patio. Se agachó con alguna dificultad hasta el bajomesada y arrastrando, sacó la pastalinda del fondo del mueble. Con una rejilla, repasó la caja y le quitó la tierra. Hizo lo mismo, con cada parte de la máquina antes de volver al patio. A veces, cuando le daba por ponerse maniática, enjabonaba un cepillo de dientes de Alberto y fregaba cada esquina, cada junta de metal de la pastalinda. Le daba con saña, como si quitando algún resabio de masa o de harina, limpiara su propia vida o sus pensamientos porque desde el mismo día en que Alberto salió con lo puesto, escondido debajo de una frazada, en el asiento trasero del Farland de Blas, ella no hizo más que acumular rencor contra su marido. A quién se le ocurría hablarle al chico de la guerra civil, enseñarle las canciones republicanas, exigirle que se comprometiera con los pobres y seguirlo a Perón. Qué era lo que Perón les había dado, si siempre tuvieron que trabajar como animales para ganarse el pan; por qué, si todo lo que ella quería de ese chico, de su único hijo, de Albertito, es que fuera un buen médico y no tuviera que pasar necesidades como ellos que eran brutos como animales. Pero ahí había estado la mano cuarteada de Blas, hablándole de sindicatos y derechos, quedando delante del chico, que apenas tenía veinte años y una novia de diecinueve, como un héroe; sin decirle la verdad; sin contarle que de todos los Alberti Paz, era el único vivo y que escapó como pudo, pasando hambre, frío y miedo. “Ahí está tu escuela, Blas” pensaba Isabel cada vez que se acostaba en esa cama que ahora le parecía un sarcófago, “hiciste tanto que mi único hijo repitió tu historia”.


Unos rayos de sol habían empezado a colarse por el toldo abierto y se quedaban pegados sobre la tela que tapaba el tablón. En una de las esquinas de la mesa, Isabel atornillaba con fuerza el soporte de la máquina y empezaba a pasar la masa, dos veces por punto, hasta que la dejaba fina como un papel. Cuatro o cinco tiras de más de un metro de masa, espolvoreadas con semolín, tapadas con repasadores húmedos sobre el final de la mesa, que más tarde, una vez que las tiras fueran siete u ocho, enrollaría para cortarlas a cuchillo y colgaría de un piolín entre silla y silla para que se secaran un poco. Y mientras el aire trabajaba sobre la masa y Blas salía a comprar el pan, un salamín, una botella de vermouth, un pedazo de queso y dos botellas de Coca Cola, Isabel pelaba cebollas acercando la cabeza para que los ojos le lloraran y sin embargo, no conseguía soltar una sola lágrima. Estaba con la cuchilla en la mano cuando sonó el teléfono. Caminó rápido y casi quiso correr a atender pero supo que no debía hacerlo. Cuando dijo “hable” y escuchó la voz de Adriana sintió que ese no iba a ser un domingo como cualquiera.
“Dicen que lo encontraron” dijo Adriana con la voz quebrada e Isabel se tuvo que sostener del aparador. “Dicen que lo encontraron en Burdeos y que tiene un restorán, que lo reconocieron por el acento y que se hizo pasar por otro. Mi mamá me dio unos ahorros para que viaje hasta allá pero no puede quedarse con el nene. Se lo encargo, Isabel. Un rato antes del mediodía se lo llevo con un bolsito. Vio que es muy bueno y no le va a dar trabajo. Son diez días nada más. Viajo para ver si conmigo también se hace pasar por otro”.


Isabel colgó el teléfono y salió al patio tambaleando. Se acercó al tablón y acomodó los repasadores húmedos sobre las tiras de masa hasta dejarlos sin arrugas. Descolgó del piolín que había atado entre las sillas e hizo un nido de fideos sobre la tela del tablón. Blas entró, transpirado y cargando las bolsas.
Isabel, ni siquiera se dio vuelta. Siguió acomodando el nido de fideos sobre la tela del tablón, cuando se le empezó a mojar la cara.
-Qué tienes- dijo Blas al verla,-dime, mujer, por favor, qué tienes.
-Parece que lo encontraron- respondió Isabel, sin darse vuelta.
Blas se apoyó contra la pared y fijó la mirada en el piso. Isabel terminó de tapar los fideos y se dio vuelta. Caminó hasta dónde estaba Blas y lo tomó del antebrazo. “Parece que lo encontraron”, repitió y Blas la abrazó. Así se quedaron, abrazados, en el patio, con el toldo abierto y unos rayos de sol iluminando el tablón.

Diciembre 2007

12 comentarios:

gabrielaa. dijo...

a mí también se me acaba de mojar la cara, Vontrier

gracias, María C.

MariaCe dijo...

Un placer, Gabrielaa.

Le voy a avisar a Vontrier sobre este comentario suyo, así sabe :-)

Cariños!

gabrielaa. dijo...

y cuándo nos tomamos algo, con la danesa incluida? Ud. y yo seguimos en el mismo barrio de tango luna y misterio... yo con jardín apto para franciscxs...

Sacerdote dijo...

Que buena idea esta del T.E.Lit.A. y que buen comienzo!
Sigo hechizado por la magia de Vontrier que con cada escrito me transporta.
Felicitaciones!

MariaCe dijo...

Gabrielaa: acabo de hablar con nuestra literata y se prende con gusto pero despues del 15 dice porque ahora se las toma. Yo el 15 me las tomo pero por dos dias nomas, el resto, estare de vacaciones asi que me junto con uds con gran felicidat. Lo del jardin: ideal.

Sacerdote: verdad que sí? Me encanta que le guste :)
Y, de paso, no se haga el distraído... también estoy a la espera de su aporte!!!!

Cassandra Cross dijo...

buuuuuuh!
qué linda historia! qué linda convocatoria! qué lindo todo, y la puta madre, por qué estoy tan hormonal! snif!

Ejem. Felicitaciones a la dueña de casa por la iniciativa y a V por este pedacito de excelencia que siempre nos acerca...

MariaCe dijo...

Gracias Cassandra por venir a leer y comentar :)

Y le digo lo mismo que al Sacerdote (al del comment, no al confesor, que no tengo): venga, haga lo suyo, aporte al T.E.LIT.A, caray!

Vontrier dijo...

Ea! Muchas gracias a todos. Me alegra que les guste el ejercicio que me presentó esta srta. =)

No sé bien qué más decirles y gracias suena a poquita cosa, pero eso: Gracias.

gabrielaa arregle con la María Ce y a la vuelta nos vemos.

Besos.
V.

Vill Gates dijo...

La calidad Vontrier en su salsa (literalmente)
Y hasta se puede pasar el pancito!
Muy bueno Srta. vontrier.
La verdad que el ejercicio es muy bueno.
Espero que continúe.
Saludos a todos.

Daniel Romanut dijo...

pero la pucha!!! se me caen los mocos.
gracias, emocion que limpia y remueve crostas de dureza machista inutil.

silvia dijo...

Uncomentario de cuento, o un cuento como comentario, pero lo que no es un cuento es lo que les voy a contar...
Volví de terapia muy sensibilizada por recuerdos y no sé qué se me dio por meterme en el primer TELITA...Escaneo un poco lo que hay bajado y llego a MariaCe introduciendo el cuento de Vontrier...Lo leí despacio, disfrutando como si fuera un sábado y no tuviera que trabajar...Todavía tengo la vista nublada al teclear esto...No quería, pero se me fueron resbalando lágrimas y no supe y no quise pararlas...Ahora quiero saber si "Adriana" lo vio y no se hizo pasar por otro "el Alberto"...
hace falta que escriba que me encantó?...

MariaCe dijo...

Ah, viste, viste, te dije que vinieras a ver lo que ha hecho esta gente en los TELITA anteriores, sabía que no te ibas a arrepentir :)

Beso!!