Alias El Rubio.
En 1999, cuando todavía hacía furor la serie X-Files, este se ponía como nick "Scully", por lo que durante un tiempo creí que se trataba de una dama. Y esto era inquietante, porque decía cosas interesantes pero a la vez hablaba como hombre. Unos días después reveló su identidad y las cosas se acomodaron. Apersonóse en el bunker, vino en mano, un grandote joven y canoso, con una barba tipo presbítero y una mirada inocentemente alerta (que mucho después encontraría repetida en sus consanguíneos). Nos conocimos, pues, y charlamos largamente en medio de los efluvios alcohólicos y humíferos. Contó que había estado viviendo en Salta y que ahí lo llamaban "el rubio", y antes había andado por Chile, o por Bariloche, y que había tenido una moto, que leía a Castaneda en una estación de servicio, que tenía una novia en Salta con la que iba a casarse y establecerse en Usuahia adonde sería maestro. Y luego se las tomó porque al día siguiente emprendía el viaje hacia su destino, y asumí que nunca más le vería el pelo. Error. Un año más tarde, estaba de regreso en Buenos Aires. Se instaló en casa de su madre -o sea a pocas cuadras del bunker-, y enseguida empezamos a frecuentarnos. El primer tiempo me tenía azorada. El universo del Rubio estaba regido por reglas que en el mío eran cosas más bien excepcionales. Por ejemplo, partir y no llegar a destino, empezar brillantemente cosas para perder todo interés casi inmediatamente. En esas épocas yo compartía casa con Manuel (otro vago redomado), y yo, que habría sido igual de vaga si no hubiera necesitado dinero, por esas cosas de perro de hortelano me desesperaba por conseguirle laburos a ambos.
Si me dejan, después sigo, primero voy a pedir permiso para seguir narrando infidencias.
lunes, noviembre 5
Cosas que me gustan de los Arechaga. III
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